Me pregunto si todos estamos destinados a ser puntitos en el mapa de los demás. Banderitas que terminan por amarillearse y caer. Una serie de alfileres que marcan los lugares que visitamos… O que queríamos visitar. Sabes que contigo me habría perdido en la exploración, me habría ido a la expedición sin retorno. Y es precisamente esa disposición absoluta la que hoy me mira con ojos de plato, sorprendida de que te me hayas quedado en los márgenes. ¿Importa? Creo que no, hay más banderas tanto en tu mapa como en el mío, y de todas formas, el río siguió corriendo y el poblado quedó ya muy atrás.
Y sin embargo, recuerdo que en la época en la que tu bandera estaba en la tierra del fuego, alguien me dijo que el paisaje está en los ojos del viajero, no en el lugar. Que lo que veía en ti, en realidad estaba dentro de mí y por tanto podía encontrarlo en muchas otras tierras. Busqué de ojos para dentro. Y encontré lo que estaba en mí, lo que efectivamente llevaba en mi capazo y podía transplantar -casi- en cualquier pampa. Así que me di a la siembra, con una convicción (frágil, es verdad) de que las nuevas plantas acabarían por desterrar tu empecinada raíz. No voy a contarte cómo regué los brotes, a estas altura deberías saberlo. No voy a decirte cómo las capas de barro se fueron superponiendo en mis manos. Una sobre otra, y siempre, al menor movimiento, se abría una grieta y ahí estabas tú, en el centro del mundo.
Hoy estás tan al margen que necesito algo que te recuerde, es necesario el detonante para acordarse de que un día, en el agujero ese grande de este mapa viejo, estabas tú.